Había una vez un matrimonio que vivía junto a la casa de la Maga Violenta. La mujer estaba esperando un niño. Ella y su marido estaban muy contentos al pensar en el hijo que iban a tener. La mujer solía asomarse a la ventana y mirar hacia el jardín de la maga Violenta. Y un día, vio un hermoso plantel de rapónchigos y se le antojó comer una ensalada. Le dijo a su marido: «En el jardín de nuestra vecina hay unos rapónchigos hermosísimos. Si no puedo cenar una ensalada hecha con esas plantas me moriré.» «¡Pero no puedo entrar en el jardín de la Maga Violenta! ¡Se pondría furiosa contra mí!». «¡Tú verás lo que haces! ¡Yo me moriré si no puedo comer una ensalada de rapónchigos!».
El pobre marido se quedó preocupadísimo. Y como quería mucho a su mujer y estaba muy ilusionado con la llegada del hijo que esperaban, se arriesgó a entrar en el jardín de la Maga. Cuando ya casi había terminado de recoger rapónchigos, apareció la Maga Violenta: «¡Robando mis hortalizas! ¡Esto te va a costar caro! ¿No sabes que puedo castigarte de una manera terrible?». «Oh, señora Maga, tenga usted piedad!». Y el buen hombre le contó que su mujer esperaba un hijo y que había tenido el antojo de cenar rapónchigos en ensalada.
La Maga escuchó atentamente lo que el hombre le decía y luego contestó: «Bien, bien, vecino. Conque vais a tener un hijo, ¿eh? Te voy a proponer un trato: yo dejaré que cojas de mi huerta tantos rapónchigos como tu mujer quiera comer y tú me darás a tu hijo en cuanto nazca.» El pobre hombre estaba tan asustado que aceptó el trato. Su mujer comió ensalada de rapónchigos todos los días.
Y sucedió que la mujer tuvo una preciosa niña. El mismo día de su nacimiento se presentó la Maga Violenta. Tomó a la criatura, la envolvió en su mantón y se la llevó a su casa. Y le puso por nombre Rapunzel, que quiere decir rapónchigo. La cuidó durante muchos años y le dio una esmerada educación. Cuando Rapunzel cumplió doce años se había convertido en una bellísima jovencita. Para que nadie pudiera alejarla de su lado, la Maga Violenta se la llevó a un bosque espesísimo. Construyó allí una torre muy alta que no tenía puerta ni escalera; solamente tenía tenía una ventanita en la parte más alta. Y allí encerró a la muchacha.
Cada día la maga Violenta venía a visitar a Rapunzel. Llegaba hasta el pie de la torre y gritaba: «¡Rapunzel! ¡Rapunzel! ¡Échame tus trenzas!». Rapunzel tenía un pelo espléndido y larguísimo. Echaba sus trenzas por la ventana y la Maga Violenta trepaba por ellas hasta entrar dentro de la torre.
Un día, el hijo del Rey, que iba de cacería y se había extraviado, vio la extraña torre. Se quedó mirandola un rato y tuvo ocasión de ver cómo la Maga subía hasta lo alto por las trenzas de oro de Rapunzel. Le llenó de curiosidad lo que había visto y todavía creció su interés cuando oyó una dulce canción que sonaba allá en lo alto de la torre. El Príncipe consiguió reunirse con sus compañeros, pero ya no pudo olvidar la extraña torre y la hermosa voz que cantaba dentro de ella. Volvió otro día al pie de la torre y buscó una entrada pero no la halló y entonces se decidió a gritar la llamada que había oído a la Maga. Dijo: «¡Rapunzel! ¡Rapunzel! ¡Échame tus trenzas!». Al momento las trenzas colgaron desde la ventana hasta el alcance de sus manos. El Príncipe trepó por ellas. Al principio, Rapunzel se quedó muy asustada cuando vio al Príncipe ante ella; pero el hijo del Rey supo hablarle con palabras tan amables que consiguió tranquilizarla.
El Príncipe y Rapunzel se hicieron muy amigos. El venía a verla todos los días, cuando sabía que la Maga Violenta no estaba con ella. Entre los dos planearon una estratagema para que Rapunzel pudiera escapar de su encierro y marchar a palacio para casarse con el Príncipe. «Tráeme cada día que vengas a verme una madeja de hebras de seda -pidió Rapunzel-. Yo tejeré con ellas una escala y así un día podré descender de la torre y montar en tu caballo para irme contigo.» Y Rapunzel comenzó a tejer la escala. La Maga Violenta no sabía nada de este trabajo porque no podía sospechar ni remotamente lo que estaba ocurriendo.
Pero un día, cuando la Maga acababa de subir a la torre, Rapunzel comentó: «El Príncipe sube muchísimo más deprisa que vos.» «¡Ah, pícara! ¿Qué es esto que oigo? ¡Así que has estado engañándome todo este tiempo! ¿eh? Yo creía que te tenía bien guardada y tú estabas recibiendo al Príncipe. Bien todavía es tiempo de cortar por lo sano.» Tomó unas tijeras y cortó las hermosas trenzas de Rapunzel. Luego la agarró de la mano y, por arte de encantamiento, la hizo volar con ella por los aires y la dejó abandonada en lo más espeso del bosque. La Maga Violenta volvió a la torre y aguardó.
No pasó mucho tiempo antes de que se oyera la voz del Príncipe que decía: «¡Rapunzel! ¡Rapunzel! ¡Échame tus trenzas!». La Maga echó las trenzas por la ventanita y el joven trepó por ellas. Cuando llegó arriba, en vez de la hermosa cara de Rapunzel, vio la fea cara de la Maga. «Has venido a ver a tu novia, ¿verdad? ¡Pues no la encontrarás nunca! ¡Fuera de aquí!». La Maga empujó al Príncipe, que cayó desde lo alto de la torre sobre unos matorrales de acacias espinosas. No se mató, pero las espinas le arañaron los ojos y se quedó ciego. Comenzó a vagar por el bosque a tientas, sintiéndose el más desgraciado de los mortales.
Y un día, en que ya estaba a punto de morir de hambre y de tristeza, oyó una dulce voz que cantaba. La reconoció en seguida y fue siguiendo la dirección que le indicaba el sonido de la triste canción. Cuando estuvo bastante cerca gritó: «¡Rapunzel! ¡Rapunzel! ¡Ven en mi ayuda!». Y la muchacha salió a su encuentro. Al verle en aquella mísera condición, Rapunzel lloró apenada. Sus lágrimas cayeron sobre los ojos del Príncipe que, al instante, quedaron sanos. Rapunzel y el Príncipe se casaron y fueron muy felices. De la Maga Violenta no se volvió a saber nada, aunque algunos aseguran que sigue criando hermosísimos rapónchigos en su huerta.
FIN